La Torre Eiffel – Dino Buzzati


photomania_23959143Cuando trabajaba en la construcción de la Torre Eiffel, aquellos sí que eran buenos tiempos. Y no sabía que era feliz.
La construcción de la Torre Eiffel fue algo maravilloso y muy importante. Hoy día vosotros no podéis haceros una idea. Lo que hoy es la Torre Eiffel tiene muy poco que ver con la realidad de entonces. Por el momento, las dimensiones. Es como si se hubiera entumecido. Yo paso bajo ella, levanto los ojos y miro. Pero a duras penas reconozco el mundo donde viví los días más hermosos de mi vida. Los turistas entran en el ascensor, suben a la primera terraza, suben a la segunda, exclaman, ríen, hacen fotografías, graban películas en color. Pobres, no saben, nunca podrán saber.
Se lee en las guías que la Torre Eiffel tiene trescientos metros de alto más veinte metros de la antena de radio. También los periódicos de la época, antes incluso de que empezasen las obras, así lo decían. Y trescientos metros al público le parecía ya una locura.
De trescientos nada. Yo trabajaba en los talleres Runtiron, en Neuilly. Era un excelente obrero mecánico. Una tarde en que volvía a casa, me para por la calle un señor de unos cuarenta años con sombrero de copa. “¿Es usted el señor André Lejeune?” me preguntó. “Así es” respondo. “¿Y usted quién es?” “Yo soy el ingeniero Gustave Eiffel y quisiera hacerle una propuesta. Pero antes debería hacerle ver una cosa. Este es mi coche”.
Subo al coche del ingeniero, me lleva a una nave construida en un descampado de la periferia. Aquí habrá una treintena de jóvenes que trabajan en silencio sobre grandes mesas de diseño. Nadie se digna a mirarme.

El ingeniero me conduce al fondo de la sala donde, apoyado contra la pared, hay un cuadro de un par de metros de alto con el diseño de una torre. “Yo construiré para París, para Francia, para el mundo, esta torre que usted ve. De hierro. Será la torre más alta del mundo”.
“¿Cuánto de alta?” pregunté.
“El proyecto oficial prevé una altura de trescientos metros. Esta es la cifra que se pactó con el gobierno, para que no se asustase. Pero serán muchos más”.
“¿Cuatrocientos?”
“Jovencito, créame, ahora no puedo hablar. Dé tiempo al tiempo. Pero se trata de una empresa maravillosa, participar en ella es un honor. Yo he venido a buscarle porque me han dicho que usted es un obrero muy competente. ¿Cuánto gana en Runtiron?” Le digo mi salario. “Si te vienes conmigo” dice el ingeniero pasando bruscamente a tutearme “ganarás tres veces más”. Yo acepté.
Pero el ingeniero en voz baja dijo: “Olvidaba una cosa, querido André. A mí me interesa que tú seas de los nuestros. Pero antes debes hacer una promesa”.
“Espero que no sea nada poco honorable” aventuré, un poco impresionado por aquel aire de misterio.

El secreto” dijo él.
“¿Qué secreto?”
“¿Me darás tu palabra de honor de no hablar con nadie, ni siquiera con tus seres más queridos, sobre lo que respecta a nuestro trabajo? ¿De no referir a ningún alma viva lo que harás y cómo lo harás? ¿De no revelar ni números, ni medidas, ni datos, ni cifras? Piénsalo, piénsalo bien antes de estrecharme la mano. Porque un día este secreto podrá pesarte”.
Había un impreso timbrado, con el contrato de trabajo y en él estaba escrita la obligación de guardar el secreto. Lo firmé.
Los obreros de las obras eran cientos, quizá miles. No sólo no los conocí nunca a todos sino que no los vi nunca a todos porque se trabajaba en equipos sin soluciónde continuidad y los turnos eran tres en veinticuatro horas.
Hechos los cimientos, comenzamos los mecánicos a montar las vigas de acero. Entre nosotros, al principio, se hablaba muy poco, quizá por efecto del juramento al secreto. Pero de algunas frases cogidas de aquí y allá me hice la idea de que los compañeros habían aceptado el contrato únicamente por el excepcional salario. Nadie, o casi nadie, creía que la torre se llegaría nunca a terminar. La consideraban una locura, más allá de la fuerza humana.
Con los cuatro gigantescos pies plantados en la tierra, el armazón de hierro crecía a ojos vista. Más allá del recinto, al borde de nuestra vasta obra, estacionaba día y noche la multitud para contemplarnos, como hormigas, que pululábamos allá arriba, suspendidos en la telaraña.
Los arcos del pedestal se soldaron felizmente, las cuatro columnas vertebrales se alzaron casi a pico y después se juntaron para formar una sola que se hacía cada vez más fina. Al octavo mes se llegó a la cota cien y se ofreció a los oficiales un banquete fuera de las puertas, en un mesón a orillas del Sena.
No oía más palabras de desconfianza. Incluso un extraño entusiasmo embargaba a los obreros, capataces, técnicos, ingenieros, como si se estuviera en vísperas de un extraordinario acontecimiento. Una mañana, en los primeros días de octubre, nos encontramos envueltos en la niebla.
Se pensó que una capa de nubes bajas se había estancado sobre París, pero no era así. “Mira aquel tubo” me dijo Claude Gallumet, el más pequeño y delgado de mi equipo, que se había hecho amigo mío. De un grueso tubo de goma fijado a la estructura de hierro salía un humo blanquecino. Había cuatro, uno en cada ángulo de la torre. De ellos salía un vapor denso que poco a poco había formado una nube que ni subía ni bajaba, y dentro de este gran paraguas mullido nosotros seguíamos trabajando. Pero, ¿por qué? ¿A causa del secreto?
Los constructores nos ofrecieron otro banquete cuando se llegó a la cota doscientos, también los periódicos hablaron de ello. Pero en torno a la obra la multitud ya no estacionaba, aquel ridículo sombrero de niebla nos escondía completamente de sus miradas. Y los periódicos elogiaban el artificio: aquella condensación de vapores —explicaban— impedía a los obreros, izados sobre la aérea estructura, valorar el abismo subyacente; y eso prevenía los vértigos. Gran tontería: para empezar porque todos nosotros estábamos ya muy acostumbrados al vacío; ni siquiera en caso de vértigo habría acaecido ninguna desgracia porque cada uno de nosotros llevaba un sólido cinturón de cuero que se aseguraba, tramo a tramo, por medio de una cuerda, a las estructuras que nos rodeaban.

Doscientos cincuenta, doscientos ochenta, trescientos, ya habían pasado casi dos años, ¿llegábamos al final de nuestra aventura? Una tarde nos congregaron bajo la gran cruz de la base, el ingeniero Eiffel nos habló. Nuestro compromiso —dijo— había terminado, habíamos dado prueba de tenacidad, maestría y coraje, la empresa constructora nos adjudicaba incluso un premio especial. Quien quisiera podía volverse a casa. Pero él, ingeniero Eiffel, esperaba que hubiera voluntarios dispuestos a continuar con él. ¿Continuar el qué? El ingeniero no podía explicarlo, si los obreros se fiaban de él, valdría la pena.
Con otros muchos yo me quedé. Y fue una especie de descabellada conjura de la que ningún extraño sospechó, porque cada uno de nosotros permaneció más que nunca fiel al secreto.
Así que, en la cota trescientos, en vez de esbozar el armazón dela cúspide, se alzaron nuevas vigas de acero una sobre otra directas al zénit. Un fuste tras otro, un hierro sobre otro hierro, una viga sobre otra, y perno a perno, y estrépito de martillos, toda la nube vibraba como una caja de resonancia. Nosotros estábamos en pleno vuelo.
Hasta que, a fuerza de subir, salimos de la grupa de la nube, que quedó entera bajo nosotros, y la gente de París seguía sin vernos a causa de aquella pantalla de vapor, aunque en realidad nosotros nos cerníamos en el aire puro y límpido de las cumbres. Y en ciertas mañanas de viento se divisaban los Alpes lejanos cubiertos de nieve.
Estábamos ya tan alto que la subida y la bajada de los obreros terminaba por absorber más de la mitad del horario de trabajo. Todavía no había ascensores. Día a día el tiempo de trabajo útil se reducía. Llegaría el día en que, llegados a la cima, deberíamos emprender inmediatamente el descenso. Y la torre dejaría de crecer, ni un metro más.
Se decidió entonces instalar arriba, entre las vigas de hierro, nuestras casetas, como nidos, que desde la ciudad no se veían puesto que estaban escondidas por la nube de niebla artificial. Allí se dormía, se comía y por la tarde se jugaba a las cartas, cuando no se entonaban los grandes coros de las ilusiones y las victorias. Abajo, a la ciudad, se descendía a turnos sólo en los días festivos.

Fue en aquel periodo cuando se comenzó lentamente a intuir la maravillosa verdad, el motivo, esto es, del secreto. Y ya no nos sentíamos obreros mecánicos, nosotros éramos los pioneros, los exploradores, éramos los héroes, los santos. Se empezó lentamente a intuir que la construcción de la Torre Eiffel nunca concluiría, entonces se entendía por qué el ingeniero había querido aquel desmesurado pedestal, aquellas cuatro ciclópeas patas de hierro que parecían absolutamente exageradas. La construcción no terminaría nunca y en la perpetuidad de los tiempos la Torre Eiffel continuaría creciendo hacia el cielo, por encima de las nubes, las tempestades, los picos del Gaurishankar. Hasta que Dios nos diera fuerzas, nosotros continuaríamos ajustando con pernos las vigas de acero una sobre otra, cada vez más alto, y después de nosotros continuarían nuestros hijos, y nadie de la llana ciudad de París lo sabría, el miserable mundo nunca lo habría entendido.
Ciertamente allá abajo tarde o temprano perderían la paciencia, habría protestas e interpelaciones al parlamento, ¿cómo es posible que nunca terminaran de construir aquella bendita torre? Los trescientos metros previstos ya se habían alcanzado, que se decidieran por lo tanto a construir la cúpula final. Pero nosotros encontraríamos pretextos, incluso conseguiríamos colocar a alguno de nuestros hombres en el parlamento o en los ministerios, acallaríamos la cosa, la gente del bajo mundo se resignaría y nosotros cada vez más alto en el cielo, sublime exilio.
Se oyó abajo, más allá de la blanca nube, un ruido de fusilería. Descendimos un buen tramo, atravesamos la niebla, nos asomamos al límite inferior de las brumas, miramos por el catalejo; hacia nuestra obra concéntricamente avanzaban los soldados de la guardia real, policías, inspectores, los jefes de las unidades de los batallones del ejército y de la armada con actitud amenazadora, que el diablo los pele vivos y los devore.
Mandaron arriba un correo: rendíos y bajad inmediatamente, hijos de perra, ultimátum de seis horas después de las cuales apertura de fuego, fusilería, metralla, cañones ligeros, para vosotros, bastardos, será suficiente. Por lo tanto, un indecente judas nos había traicionado. El hijo del ingeniero Eiffel, porque el padre había muerto hacía ya una cantidad de años, estaba pálido como un cadáver. ¿Cómo podíamos combatir? Pensando en nuestras queridas familias, nos rendimos.
Deshicieron el poema que habíamos elevado al cielo, amputaron el pináculo hasta los trescientos metros de altitud, le plantaron encima el sombrerito que todavía ahora veis, despreciable.
La nube que nos escondía ya no existe, por ella incluso abrirán un proceso en el Tribunal del Sena. El aborto de torre ha sido completamente pintado de gris, de él cuelgan largas banderas que ondean al sol, hoy es el día de la inauguración.

Llega el Presidente con sombrero de copa alta y redingote, precedido de la cuadrilla imperial. Como bayonetas brillan a la luz los repiques de la fanfarria. Las tribunas de honor resplandecen de damas estupendas. El Presidente pasa revista al guardia de los coraceros. Se pasean los vendedores de distintivos y de cucardas. Sol, sonrisas, bienestar, solemnidad. Fuera del recinto, perdidos en la multitud de pobres diablos, nosotros, viejos y cansados obreros de la Torre, nos miramos unos a otros, ríos de lágrimas bajan por las barbas grises. ¡Ah, juventud!

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